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Topografía imaginaria sudamericana


La biblioteca de Babel 


El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

  
Beatriz Sarlo ofrece en Borges, un escritor en las orillas una aproximación  académica interesante respecto a estos espacios imaginarios. 
Nos dice:
Esta es la primera, y simple, descripción del mundo hipotético presentado como tema y como organización espacial del cuento. La biblioteca es, al mismo tiempo, un espacio regular y un laberinto. Es geométrica, constante, sin otra trampa que su propia estructura basada en la repetición de elementos idénticos (el hexágono que, por lo demás, es una figura regular poseedora de una cualidad simétrica armónica). 
Como Borges mismo lo declaró en una entrevista, la primera disposición espacial de la biblioteca de Babel fue una infinita combinación de círculos, pero lo abrumaba la idea de que los círculos, integrados en la estructura total, dejarían espacios vacíos. 
Eligió el hexágono por su simplicidad perfecta, su exhaustividad combinatoria y su afinidad perceptiva con el círculo. La biblioteca de Babel es infinita e interminable, porque nuevos hexágonos pueden agregarse a una estructura que se expande sin límites y sin desorganización formal. Pero, como todos los hexágonos son iguales, todos tienen el mismo número de estantes,  el mismo tipo de entrada y salida, y el número de los libros es exactamente el mismo en cada uno de los estantes de cada una de las paredes de cada uno de los hexágonos, y como se sugiere que un espejo los reduplica, la infinitud de la biblioteca no puede ser experimentada empíricamente: sólo puede ser postulada. No hay manera de confirmarla a través de un conocimiento práctico porque el infinito de la biblioteca es una hipótesis o una creencia: "La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible". Borges está citando, sin  mencionarlo, a Pascal y a una tradición de metáforas sobre el universo, cuya "diversa entonación" seguirá, en 1951, a lo largo de su quebrada historia.
Estructuralmente, la biblioteca es un panóptico cuya disposición espacial de cubículos y corredores permite ver y ser visto desde todos los pisos. El diseño del panóptico evoca al de la prisión cuyos guardias pueden controlar cualquier celda desde el centro que las organiza. Foucault ha estudiado esta espacialización de la vigilancia autoritaria, como imagen de una sociedad donde es posible la visibilidad total y no se admite ningún espacio privado. El universo, descripto en términos de biblioteca, también prescinde de la idea de lo privado y todas las actividades son, por definición, públicas ("A izquierda y derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro satisfacer las necesidades fecales"). La única actividad posible es la búsqueda de un signo escrito.

Todos los libros de la biblioteca son exactamente iguales: cada uno tiene cuatrocientas páginas, cada página cuarenta líneas, cada línea ochenta caracteres. Ni las cubiertas ni los lomos de los libros indican su contenido. Sabemos que el número de caracteres es veinticinco y que se combinan caóticamente. En algunas regiones de la biblioteca, los bibliotecarios creen que es absurdo el intento de encontrar algún sentido en los libros, y que esa pretensión se basa, simplemente, en viejas supersticiones. También hay filósofos que cultivan el agnosticismo y piensan que los libros carecen de un sentido cualquiera, oculto o evidente. Todos saben que cada libro es único: cada libro es un original. También se sabe que existe un número indefinido de libros que contienen sólo variaciones imperceptibles.
El cuento presenta la hipótesis de que la biblioteca incluye precisamente todo.

La saga de Los Confines

Los días del Venado inaugura la Colección Otros Mundos de Editorial Norma. Su autora, la argentina Liliana Bodoc, nacida en la provincia de Mendoza, incursiona por primera vez en el mundo editorial y lo hace de la mejor manera posible. Los días del Venado (primer libro perteneciente a  La saga de Los Confinescombina, de forma acabada, la grandeza de los relatos épicos con la delicadeza de una prosa poética y deslumbra por su contundente originalidad, por su belleza lingüística y su riqueza imaginativa.
El texto de Bodoc se inscribe en un género que podríamos llamar "épica maravillosa", a partir del relato de una saga que acontece en mundos ficcionales absolutamente autónomos y a la vez vinculados con nuestra realidad y nuestro tiempo.




La historia se narra en dos planos que se contienen el uno al otro: de los grandes sucesos macropolíticos a los grandes sucesos micropolíticos que viven los habitantes de las Tierras Fértiles. Estos, en tanto representantes del Bien, deben librar una batalla para acabar con la invasión del Mal proveniente de las Tierras Antiguas y liderada por Misáianes (etimológicamente, en la singular lengua inventada por Bodoc a partir de raíces griegas, este nombre significa "odio eterno"). Los protagonistas pertenecen a la civilización de los husihuilkes, en la que resuenan evidentes marcas de las culturas aborígenes americanas.


El guerrero Dulkancellin tiene una misión que cumplir en nombre del Bien y debe abandonar a su familia para acudir a un concilio en representación de su gente. A las aspiraciones e intenciones terrenales se unen en Los días del Venado la fuerza de la magia y del azar cósmico. El universo que habita en esta novela implica el trabajo con el detalle y una laboriosa complejidad: Bodoc ha inventado los nombres de sus criaturas, tierras y ciudades, multiplicidad de lenguas, costumbres, rituales, comidas y batallas.



Los días de la Sombra es el segundo libro de La saga de Los Confines. Las Tierras Fértiles remiten a nuestro continente, su geografía, sus culturas y hechos históricos durante la conquista europea. Vikingos, araucanos, mayas, aztecas..., sus ciudades, costumbres, ciencias y artes resuenan detrás de las civilizaciones de ese mundo imaginario. Pero es en su cosmovisión donde los puntos de contacto entre las Tierras Fértiles y América son mayores, en el modo en que sus criaturas comprenden y aman el mundo.


Los acontecimientos del continente del Venado nos llegan a través de una voz que logra de manera sorprendente el tono de las narraciones épico-míticas de los pueblos antiguos.






En Los días del fuego (final de la saga) los hombres viven tiempos de guerra. A pesar de las victorias en las batallas nada sigue igual en el Continente del Venado. El país del Sol, con su príncipe traidor, Molitzmós, está bajo el dominio de los sideresios. En Los Confines, los hombres han debido abandonar sus hogares, mientras los ancianos, niños y mujeres aguardan hambrientos su regreso. La selva protege a los zitzahay, que han aprendido el arte del silencio para no ser descubiertos por el enemigo.



Una buena historia y calidad literaria se conjugan en la obra de Liliana Bodoc para dar como resultado un libro exquisito. Al llegar a su última página, se siente lo mismo que nos impide abandonar la butaca del cine cuando aparecen los títulos finales de una película que nos deslumbró.


Macondo

Cuenta la leyenda que en 1967, cuando se publicó Cien años de Soledad en Buenos Aires, comenzaron a llegar visitantes a Aracataca en búsqueda de ese Macondo mágico. Los habitantes, que todavía no conocían el libro, se sorprendieron con la ola de turistas. Pero entendieron al leerlo. El alcalde del pueblo en el 2006 propuso ante los diputados que el municipio pase a llamarse Aracataca-Macondo. Sin embargo, sus habitantes no acogieron la propuesta para incorporar la palabra Macondo al nombre del lugar.
"Nosotros nacimos en Aracataca. Macondo es un pueblo de una novela o de las novelas de nuestro Nobel Gabriel García Márquez, es un pueblo imaginario y como tal debe seguir siendo", dijo Pipe Rodríguez, habitante  calurosa población del caribe colombiano.


Era el nombre de una hacienda bananera de la United Fruit Company que García Márquez, llamado cariñosamente "Gabo", recorría en su niñez, según los habitantes de la región. Macondo significa banana en un dialecto africano. 
Macondo, por suerte, se quedó en la Literatura para siempre:

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. 
«Las cosas, tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de 
despertarles el ánima.» José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve.» Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados.



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